VLADIMIR RAMÍREZ SÁNCHEZ
Sánchezliberenailich@gmail.com
En la continuación de la campaña por la Liberación y Repatriación de Ilich “Carlos” Ramírez Sánchez, visibilizamos su justa causa ante el mundo. El Estado francés -su ilegítimo captor- y sus aliados de la alianza opresora imperialista y sionista, llevan 45 años descontextualizando el carácter revolucionario e internacionalista de “Carlos”, pretendiendo imponer a la población mundial su imagen de supuesto terrorista y mercenario, bajo el infame apodo de “El Chacal”.
En esta entrega seguimos mostrando la verdadera naturaleza de la lucha emprendida por “Carlos” a favor de la Causa Palestina y de los demás pueblos oprimidos del mundo. Elaborado por él en la cárcel de Saint Maur, como homenaje a nuestro padre, fallecido el 15 de agosto de 2003 (día en que “Carlos” cumplió 9 años secuestrado en Francia), el siguiente escrito revela los orígenes de la formación revolucionaria de “Carlos” y describe a su amado mentor.
Mi padre
Acaba de fallecer a los 90 años
Oriundo de Michelena, estado Táchira, como los otros 13 miembros de la fratría de Rufina Nava (de los Nava, sin “s”, del sur del Lago de Maracaibo) y de Ambrosio Ramírez (originario de Lobatera, estado Táchira), fue bautizado José Altagracia, en 1913.
Políticamente azarosos fueron los primeros 60 años de su vida, etapa comenzada a los 16 años en el Partido de la Revolución Venezolana, de sus mentores francmasones, Luis Fossi Barroeta y Guglielmo Guglielmi. Estuvo envuelto en siete conspiraciones militares en Venezuela (la última a principios de los años 1970) y una en Colombia, en 1959-60. Fueron pocos sus contemporáneos que conocieron la historia militante de mi padre. Los servicios de inteligencia venezolanos, sobre todo los militares, lo vigilaron estrechamente toda su vida.
Conocí la existencia de las escuchas telefónicas a los 5 años, en nuestra casa en Caracas. Mis dos primeras experiencias conspirativas (pasivas) de la lucha clandestina, fueron con mi madre, a principios de los años ’50 en Caracas. Mis dos primeras experiencias conspirativas activas fueron con mi padre: En Bogotá, para 1960, y en Miami al año siguiente.
Organizador de una conspiración de más de 300 jóvenes oficiales nacionalistas colombianos, mi padre trató de coordinarla con el movimiento militar comandado por el general (r) Jesús María Castro León, quien marchaba hacia Miraflores a paso forzado.
La tarde que los oficiales venezolanos se aprestaban a viajar a Cúcuta desde su hotel, detrás del diario El Espectador, a unos 150 metros de nuestra residencia bogotana, mi padre me envía con un mensaje para el mayor (r) Luis Alberto Vivas Ramírez, pidiendo que marcaran el paso algunos días más.
Fui correteado hasta el primer piso por agentes del DAS (seguridad colombiana) que filtraban la entrada; toqué la puerta designada y entré sin más en cuanto abrieron, encontrándome frente al “Cabito” Castro León y sus oficiales, resplandecientes en sus uniformes. Entrego el mensaje a Luis Alberto (de civil), quien explica al “Cabito” que yo era “el hijo de Altagracia”. Me despido, y me agarran en el pasillo los del DAS, quienes me bajan diciendo: “Aquí traemos a este verraco”; el responsable ordena que me suelten.
Regreso corriendo a mi casa, emocionado al constatar que mi padre era intocable, por tener detrás el equivalente bogotano del Fuerte Tiuna y de Conejo Blanco.
El golpe de Castro León fracasa en San Cristóbal.
Al frente de sendos carros blindados, dos jóvenes subtenientes colombianos empiezan prematuramente el alzamiento. Fueron perseguidos por la Sabana de Bogotá hasta quedarse sin combustible. Su rendición e inmediata ejecución con ametralladoras, fueron filmadas por el gobierno de Carlos Lleras Restrepo y pasadas a repetición en la televisión colombiana.
Ningún oficial fue arrestado, solo el jefe de la conspiración, el famoso teniente (r) “Penacho” (por su hirsuta cabellera), héroe del batallón colombiano en la guerra de Corea, continuó purgando la larga pena que cumplía por otra rebelión; esto no le impedía venir a almorzar con nosotros cada semana, acompañado por el teniente Hernán Gutiérrez, y jugar ajedrez con mi padre; mi hermanito Lenin y yo pasábamos a saludarlo regularmente en su fría celda de la Comandancia de la Artillería colombiana, que lindaba con un verde corral de venados.
A principios de 1961, nuestro modesto apartamento con solar en el Barrio Latino de Miami, a dos cuadras del Orange Bowl Stadium, era visitado a diario por exiliados venezolanos: “El Chivo” Alfonso Sánchez Castro, “el Gato” Abel Romero Villate, el coronel Pulido Barreto, “El Bobo” Pérez Vivas; el presidente del Banco Táchira, “El Loco” Tony Páez, Néstor Prato… a mí me tocaba vigilar el paso de las patrullas del FBI, para que “los invitados” pudiesen entrar y salir de nuestra casa sin problemas.
Una vez me agarraron los del FBI al darse cuenta de mi “jueguito”, y trataron de interrogarme. Pretendí no entender inglés, y uno de los gringos me regañó en castellano con fuerte acento (entonces los “gusanos” cubanos solo trabajaban con la CIA).
Viendo que sus viejos compañeros de conspiración de los años 1940, tenían una visión exaltada y nada realista del derrocamiento de Rómulo Betancourt, mi padre decide regresar a Caracas, después de romper y quemar con mi ayuda uno de los dos pergaminos de 1m² de la conjura de 1947 contra la Junta de Gobierno, siendo aquella intentona dirigida militarmente por su hermano Carlos Julio Ramírez Nava, y políticamente por él mismo; la proclama era del puño y letra de mi padre, primer firmante, seguido por mi tío y una centena de oficiales, firmando todos con su propia sangre, menos los dos últimos conjurados, no firmantes, quienes resultaron ser agentes de la Embajada de Estados Unidos (le contó Betancourt a mi padre en Costa Rica).
Luis Alberto Vivas Ramírez cayó luego en la asonada del “Barcelonazo”, donde fue vilmente asesinado Tony Páez, no por Canache Mata, como dice el rumor, sino por suboficiales adecos bajo órdenes de Betancourt.
No siendo personalmente hombre de armas tomar, mi padre no conquistó el poder, pero sí desplegó una extraordinaria capacidad de organización golpista. Fue él quien me enseñó las reglas conspirativas, y quien me guio en el trabajo práctico de la clandestinidad, a desplazarme entre servicios de inteligencia, y a servirme de sus agentes, especialmente los de sexo femenino, sin caer en las garras de nadie.
Comunista sui generis, mi padre afirmaba que el Partido Comunista de Venezuela (PCV) nunca llegaría al Poder sin aliarse con oficiales nacionalistas de tipo “Nasserista”. La historia le ha dado la razón. Por algo fue partidario ferviente de la Revolución Bolivariana, y yo, separadamente, desde mi calabozo de aislamiento en La Santé, proclamaba mi apoyo al “marginal” candidato barinés Hugo Chávez.
Mi padre tenía una relación religiosa con el comunismo, y su colaboración con el partido era secreta. Apenas si llegué a saber que se trataba entre otras cosas de contactos clandestinos con militares exiliados, como el mayor (r) Manuel Alfonso Azuaje Ortega, con quien se reunió en Perpiñán, Francia.
Nuestros viejos camaradas del PCV, sin duda alguna podrán ser más explícitos al respecto.
Vi a mi padre por última vez en 1974; sin embargo, afirmo sin dudar que soy quien soy, abrevado de la leche materna, y formado por mi padre, mi gran maestro y camarada, quien me inculcó sus principios inquebrantables. Orgulloso estoy de él, como lo estuvo de mí.
¡Descansa en paz, viejo querido!
Ilich Ramírez Sánchez
Saint Maur, 24/VIII/2003.